Ayer, deformes, ineptos, idiotas, mogólicos, eran aquellos a los cuales su alma les había sido robada por el mismísimo demonio. Era así que podían convertirse en diablos maléficos, violentos, capaces de hablar con fantasmas y de luchar con —y contra— ellos.
En tiempos de realeza, los sometían a los oscuros calabozos magistrales, mientras que la plebe y los lacayos arrojaban a estas pequeñas criaturas frente al pórtico de los claustros religiosos, para que tras sus puertas se escondiera la vergüenza de haber concebido un hijo bobo, una abominación que atribuían a un castigo divino, por el pecado familiar, con la esperanza —tal vez— de que el Señor los perdone.
Cuántas almas en pena sufrieron el abandono, la atroz exclusión. Fueron expropiados del pecho de mamá y se ganaron el odio aberrante de papá, por vaya a saber uno, qué falta grave se les atribuía. Cuántos padecieron y ardieron en las llamas, devorados, consumidos, convertidos en cenizas para no dejar rastro alguno de su fatídica presencia, que deshonró a la familia.
Por todos estos seres humanos que durante centenarios fueron asesinados y sufrieron atrocidades feroces, hoy alzo mi voz. Hoy sufro el dolor de cada uno de ellos, y es inmenso. Un dolor tortuoso, de finales trágicos, atroces. Dolor inconmensurable.
Ayer, desde el desconocimiento nombrados como: ADEFESIOS. Hoy desde una mirada más humana, personas con discapacidad o necesidades especiales. Un crisol de diagnósticos tan vasto que da miedo, pero ya no aterra. Avanzamos en el tiempo y ahora son llamados personas, y se les reconocen sus derechos como tal. Es amplio el campo diagnóstico y son múltiples las aristas que se le otorgan al aspecto mental para rotular al ser humano, pero nunca debe dejarse de ver como un semejante.
¿Por qué, entonces, seguimos haciendo diferencias y discriminando al otro? ¿Por qué la etiqueta, el rótulo?
La búsqueda de la igualdad de derechos —un principio que hoy damos por sentado en las democracias modernas— no es el resultado de una evolución pacífica o una concesión benevolente del poder. Por el contrario, es una conquista forjada en el crisol de luchas añosa y cruentas, y su precio se mide en vidas humanas: el incalculable y doloroso Costo Humano de la Igualdad. La pregunta retórica sería: ¿Cuántos han pagado con su vida por los derechos que hoy nos amparan? ¿Cuántos? ¿Cuántas almas perdidas vagando, buscando la luz en tortuosa oscuridad? ¿Cuántos en el ayer, cuántos aún vivos que, sin embargo, están muertos?¿Cuántos?
Honremos a todos esos deformes, anómalos, adefesios, a todos aquellos ¡Indignos de SER HUMANOS!
Hoy pienso la historia en forma lineal, donde existió tanto prejuicio, odio y exclusión. Recuerdo libros de historia donde se tenía por sabido que eran producto de incesto, hijos de pactos con el Diablo, aquellos que con magnífico rayo e intenso temblor cayeron en la familia.
Hoy llevo luz a todas aquellas almas olvidadas y desterradas, que bajan por la tierra sin encontrar el camino hacia la iluminación que les fue negada al nacer. Y por aquellos que están muertos y caminan sobre la tierra sin saber a dónde ir.
Este es un llamado, una expresión del dolor y del padecimiento inexorable de todos aquellos que fueron callados, silenciados, amordazados, atados a una cama de hospital, de todos aquellos cuerpos por los cuales corrieron voltios para ser “CURADOS”.
¡Cuánto dolor! Hoy quiero gritar por cada uno de ellos. Por esa voz que no se alzó, por ese cuerpo muerto de miedo y aterrado, que partió de la tierra y aún hoy lleva ese dolor. ¡Por Dios, qué martirio! ¡Nefasto! En eso creían en aquel tiempo…¿Justificación?
¡BASTA! De tecnicismos, estadísticas, y todo número vacío que no refleje la esencia humana. Basta de aquello que se puede medir científicamente. De todos aquellos que creyeron y creen en la medicina, apegados y apoyados férreamente solo en las cifras y los datos milimétricamente tabulados. ¡BASTA!
Las cifras, los porcentajes son solo números en los cúmulos, grupos nombrados con algún sentido de pertenencia, pero jamás con sentido de individualismo: una cifra formada por un colectivo con un común denominador, jamás por individuos peculiares y únicos. No existen nombres, ni identidad alguna en el trabajo estadístico.
Hoy recorro un camino en la línea del tiempo y no solo abogo por los derechos de los pacientes convocados por la SALUD MENTAL. Hoy alzo mi voz en grito desgarrador por aquellos que ayer y hoy fueron silenciados, dormidos, dopados, excluidos, asilados, diezmados (o asimilados, según intención), muertos de hambre, muertos de frío, que han quedado en el olvido. Por aquellos que hoy no están, y por la obligación de quienes aún respiramos.
Somos seres que sentimos, sentimos en demasía y en esa desmedida emoción, el mundo ve la grieta de nuestra vulnerabilidad. Pero he descubierto una verdad esencial: No somos fuertes a pesar de nuestra sensibilidad; somos tan fuertes como sensibles. Es precisamente esta profundidad, esta capacidad de sentirlo todo, la que nos concede el equilibrio crucial:
• Es la sensibilidad que permite el llanto, que nos doblega y nos rompe ante la ignominia del día y el asesinato injusto. Llorar a más no poder, descargar el peso de la oscuridad.
• Y es esa misma sensibilidad la que, tras la purga de las lágrimas, se fortalece con fuego de entraña.
El dolor que absorbemos se convierte en la llama indomable que nos impulsa a defender, luchar y salir al mundo—ese mundo que derrocha oscuridad a cada instante. Nuestra sensibilidad no es un defecto; es el sensor moral y la fuente de coraje que nos permite resistir la noche. Hay una conexión profunda entre vulnerabilidad y fortaleza. La sensibilidad extrema, que parece ser nuestra mayor debilidad, es en realidad la fuente más pura de nuestra capacidad de lucha. Esa sensibilidad no nos hace menos fuertes; nos hace conscientes de la oscuridad que se derrocha, y por lo tanto, nos obliga a ser más fuertes para ser la luz que resiste. Solo quien siente el dolor en demasía es capaz de movilizar la energía para combatirlo.
Se puede pasar de un sentimiento a otro en un instante. Pasar del extremo dolor empático, al fuego en el pecho que busca la justicia del llanto silencioso y la pérdida de fe, al coraje extremo. Y así, lograr transformar esa debilidad en fortaleza.
Abogo por la paz y la justicia. Sin ella es inconcebible conseguir paz. En un mundo perfecto la justicia no existiría. A fuerza de palos y miles de muertes creamos leyes para lograr una suerte de Paz. "No hay paz sin justicia".
Reflexión final y Conclusión
Recuerdo con tristeza las prácticas inhumanas en Salud Mental, a lo largo de la humanidad, un destrato nefasto para con los pacientes. Una deuda que tenemos como sociedad. La historia pudo y puede cambiar. Redimir el pasado depende de cada uno de nosotros.
No existe diferencia alguna con nuestro semejante, pero a pesar de los años, no resulta fácil quitar aquella vieja concepción de la conciencia colectiva. Se hace hiper-difícil, y cada vez vemos más oscuridad.
En este sentido, es fundamental y necesario, fomentar la justicia y la paz. Declarar al amor y la empatía como el camino hacia un mundo un poquito más luminoso donde la luz ilumine y dé calor a todos aquellos a quienes les fueron negados y vulnerados todos sus derechos, solo por haber nacido diferentes, condenándolos a vivir en las sombras. Debemos trabajar y concientizar para darles visibilidad, que puedan vivir en paz y en luz, más allá del tormento y del mal que aquejara su mente y espíritu.
Ya es suficiente la brutalidad de la dicotomía interna que nos consume: la lucha entre nuestra inmensa capacidad de sentir y la exigencia de un mundo que nos castiga y apaga las luces por esa misma sensibilidad. Frente a este sufrimiento, pretender abordarlo con solo conciencia y ciencia, no es l respuesta completa. Es una ilusión incompleta. La ciencia, con su invaluable rigor, es indispensable y necesaria para comprender y tratar los padecimientos mentales, para nombrar las dolencias, pero la limitación de la ciencia fría en el abordaje de los padecimientos humanos (especialmente los mentales) es deshumanizante y no atiende la raíz del problema. Entonces surge la necesidad de integrar un elemento trascendente e incalculable como el Amor. Es cuando se da una dicotomía falsa donde la ciencia y el amor parecen opuestos, cuando en realidad son complementarios. La ciencia es necesaria, pero el Amor es la fuerza suprema y no cuantificable (la palabra opuesta) que debe guiar todo proceso de sanación y cuidado, especialmente en la salud mental.
• La ciencia es el mapa. El Amor es la brújula.
• La ciencia es la herramienta. El Amor es el propósito.
El AMOR, debe estar presente por encima de todo criterio. Es una palabra que trasciende la taxonomía científica; es la fuerza que la razón no puede capturar. El Amor no se encierra en protocolos, no se tabula ni se calcula. Es la energía inmensurable que humaniza el tratamiento, que ofrece la consideración que el alma necesita, y que restablece la dignidad que el dolor arrebata. Debe ser el Principio Rector de Sanación.
El legendario Albert Einstein, tildado de loco, afirmó:
"CUANTO MÁS CONOZCO DE CIENCIA, MÁS CREO EN LOS MILAGROS"
Un hombre con un nivel de conciencia que fue más allá del entendimiento de expertos en ciencia. Detalle no menor: Einstein fue diagnosticado con dislexia.
Mi voz es valiosa, hablo por cada uno de ellos y por esta corta frase que generó en mí, mi propio Big Bang.
Querido lector, espero en lo más profundo de mi corazón que estás palabras hayan expandido tu propio universo dónde, sabe, hay lugar para el amor y la luz que llevas dentro.
CON INMENSA GRATITUD
SILVINA LUPION
Docente. Autora de los libros "Psiquiátrica- Hoy no vas a morir" y "Condena de la Memoria" ✒️📖 Comprometida con la concientización de la salud mental. Seguila en Instagram